Con la reciente designación de un nuevo procurador general de la República, vuelve a surgir el debate sobre el verdadero estado del Ministerio Público. Más allá del nombre que ocupe el cargo, la realidad es que esta institución enfrenta problemas estructurales que afectan su funcionamiento y, en consecuencia, la calidad del servicio que recibe la ciudadanía.
En un intento por fortalecer la independencia del Ministerio Público, la Constitución fue reformada para que la elección del Procurador General pasara a un Consejo que, en teoría, garantizaría mayor objetividad. Sin embargo, este sistema ha generado una nueva distorsión: jueces de las más altas cortes tienen influencia en la designación de un funcionario que, eventualmente, podría ser parte en procesos bajo su jurisdicción. ¿No es esto un conflicto de interés? Así como antes se criticaba la injerencia del procurador en la selección de jueces, resulta igualmente cuestionable que jueces tengan poder en la designación del jefe de los fiscales.
Más allá de los debates institucionales, hay una realidad que pocos mencionan: la precariedad en la que trabajan los fiscales. Oficinas insuficientes o inexistentes, expedientes apilados en cajas entre la mugre, falta de personal, escasez de vehículos y herramientas básicas para la investigación… Todo esto en un sistema que exige eficiencia y resultados.
Los ciudadanos, en muchos casos, son las principales víctimas de esta crisis. Deben esperar largas horas para ser atendidos, trasladarse a otras provincias para servicios básicos y, en ocasiones, enfrentarse a un sistema colapsado que no puede responder a sus necesidades.