María Isabel Soldevila
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Un hombre de 45 años embarazó a una niña de 12.
Nadie lo denunció por violador porque “mantenía” a la familia de la muchachita, o sea, les daba dinero para “resolver” el hambre de cada día. Además de violador, ese hombre prostituye impunemente, junto a la familia cómplice, a una menor de edad.
Si el caso fuera aislado, sería, cuando menos, desgarrador.
Pero que sea tan común que los médicos del hospital Juan Pablo Pina digan que de 1,811 niñas entre 10 y 14 que han llegado embarazadas a consultarse entre abril y junio el 90% ha sido violada por un adulto -con frecuencia un familiar o un “amigo” cercano que además paga para que no lo denuncien- es un escándalo que debería sacudir profundamente a esta sociedad que no tiene futuro si crímenes como estos se quedan sin castigo.
Impensable, pero dolorosamente real es que cada vez que se plantea el tema de los embarazos de niñas y adolescentes los dedos acusadores se dirijan hacia las mismas niñas violadas a las que se acusa de “andar detrás de ese hombre”, de “estar salida del tiesto”, de “parecer una mujer” y pocas veces se emiten juicios contra los violadores que a sus 45, 50, 60 entienden que una niña de 10, 12, 16 años que muchas veces es una hijastra, sobrina, ahijada, hija o nieta, es un objeto de deseo sexual.
¿Es que nadie se pregunta qué pasa en un país en que hombres violan a niñas y pueden seguir haciendo vida pública hasta en el Congreso de la República? ¿Es que se puede achacar solo a la pobreza que madres y padres se conviertan en proxenetas de sus propias niñas? ¿Es que acaso vamos a seguir culpando a las niñas de la iniciación a destiempo en una vida sexual para las que no están preparadas ni remotamente? No, no y mil veces no. Tanta hipocresía tiene que acabar. Tanta indiferencia tiene que parar. De lo contrario, no tenemos esperanza